Entonces intento saltar los charcos dibujados en el suelo,
pero caigo y me hundo llegando a magnificar
la densidad de estas pequeñas manchas de recuerdos a la altura de un océano.
Y cuando está más cerca el fondo que el cielo;
tiendes a creer que será más fácil descender
que luchar evitando el naufragio.
La mayoría de las veces que mi yo le grita al pasado que me devuelva,
acabo buscando donde solía estar todo a ver si por allí estoy.
Pero tampoco.
Es lógico.
Normalmente, cuando acabas con la segunda vida de tus siete
lo que verdaderamente cuesta superar es romper contigo.
Y en el proceso de metamorfosis hay más impotencia que deseo
y usamos el pretexto de envolvernos en algún capullo
que nos encierre entre lo que fuimos y lo que vamos a ser.
Entre ninguna parte y el olvido.
Cuando rompemos la crisálida y poco a poco nítidos rayos nos destellan,
intentamos pegarla o al menos, removerla buscando explicaciones a qué hemos hecho mal.
Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.
Es el camino fácil cuando te han hecho crecer pidiendo perdón por pecar
en lugar de perdiendo el miedo a equivocarte.
Aquí todos juzgan por ser quien eres,
y nadie repara en qué te ha hecho ser lo que gritas.
O en quién.
Y todos padecemos un poco de hieratismo sentimental
y quienes no saben vivir con ello lo camuflan con el ideal de amarse en una jaula.
El caso es que reconozco que soy de las que salen a volar siempre
y no veo nada de especial en vuestro movimiento vital cíclico que se basa en dar tres pasos que te llevan al inicio de la ruta.
Y es que cuando entiendes que si los tiempos pasados que anhelas
siempre hubiesen sido los mejores serían el presente,
huir de todo lo que se parezca a ellos es el mayor acto de amor que puedes hacerte.
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