domingo, 15 de marzo de 2020

Tránsito

Escupo con descaro advertencias que alarmen a cualquiera
que se acerque de que yo solo estoy de paso.
Y divido a la audiencia entre los que creen que puede conseguir que permanezca
y aquellos que se desvanecen ante semejante grosería.
Solo sé que ambos bandos acaban por odiarme.

Algunos lo toman como pretexto
para no tener que asumir que no han sido capaces de domarme.
Y otros simplemente se aferran a la idea de que durante algunas tardes
me quedé a observar con ellos el atardecer y que eso ya les hace especiales.
Aunque ellos no mirasen la puesta de sol.
Ni yo les mirase a ellos.

Identifico de lejos a las polillas que ansían un racimo de luz
y me divierto apagando mis ganas justo cuando las suyas efervescen.
Por eso me tachan de frívola.
Claro que siempre lo soluciono desencadenando un sinfín de versos
que creen que les he dedicado y no eran más que
una parte de la función en la que son los títeres.
Y las risas decoran mi hastío.
No hablo de vacíos, de interiores huecos unidos
a pasados sangrientos y espinas clavadas, sino de cansancio.
De aislamiento ante vuestra idílica fachada construida forzosamente
con tal de encontrar unas palmas en las que podáis entrelazar vuestras yemas.

No estoy viva para eso.
Por eso siempre me marcho, por eso nunca soy lo que esperas.
Incluso cuando me llevas mucho buscando.
Incluso cuando crees que llevo mucho quieta.
No es aquí tampoco, por eso me marcho.
Y ahí es cuando empiezan a odiarme todos a los que un día dije que quería.
Cuando derraman furia sobre las cenizas de nuestra hoguera fundida.
Pero cualquiera debería saber que quien juega con fuego
corre el riesgo de acabar abrazado a un clavo ardiendo.
Y normalmente no te duelen las quemaduras hasta que se apagan las chispas.



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