domingo, 21 de julio de 2019

Atrás

A menudo repaso los repliegues de mi cara,
no son muchos,
pero siempre siento que ya he vivido demasiado.
Será porque me pesan los actos más que los años
y porque tengo entre mis múltiples manías la de traer a este presente tedioso
el sabor agridulce que envuelve a unos labios nómadas.
Creer que eres libre por no sentirte de nadie
se ha convertido en la excusa que pongo
cuando me cuesta reconocer que te echo de menos.
Rebusco entre la nada, con la esperanza de rozar
una pizca de la chispa que sé que sigue prendida.
He encontrado muchos reflejos parecidos,
incluso he querido quedarme en algunos;
si es que mírame,
yo que siempre había huído de las jaulas
ahora busco insaciable un hueco de nido
que me recuerde a qué olía el amor.
Sé que te sorprendería pero nos han pasado muchas cosas desde entonces, sobre todo el tiempo.
Eso lo cambia todo.

Las mañanas que suceden a las noches de insomnio por vino o hiperventilación
son en las que me odio, en las que no me siento de ninguna parte, en las que querría arrasar con mi nombre para que conozcan en quien me he convertido.
Recordar cómo lo hice entonces entra dentro de las noches castigos de las que hablo.
En ellas me ahogo por pensar demasiado, por arrancar páginas del calendario divagando entre las mismas preguntas, jugando a recolocar mis miedos por orden.
Incluso me aprovecho de ellos para justificar mis impertinentes reapariciones esporádicas con tal de que no te olvides de mí.

Claro que quizás el olvido entre también dentro de tus miedos y también tú justifiques así tus estúpidas interacciones fugaces.
Todo ello decora nuestras vidas con una banda sonora de carcajadas constantes y la secuencia de un reloj de arena por el que los granos bailotean rápido al otro hemisferio.
Y en el pulso contrarreloj por no juntarnos de nuevo nos deslomamos por intentar no caer en el olvido: superar el miedo, echar de menos, no apagar las llamas.
De nada sirve cuando hasta yo he olvidado quién solía ser.