miércoles, 25 de noviembre de 2020

Lápidas

Yo conozco a muchas mujeres muertas. 

Coinciden con las vivas en que ambas creen estarlo mientras arrastran sus golpes a través de los días. 


Yo he visto a muchas mujeres muertas. La mitad no lo sabían. 

La que abandona las tintas porque creció mientras la llamaban inútil. 

La que acaricia a sus tres corderos una noche y tarda dos lunas más en poder sentirlos 

porque tiene que intercambiar carne por monedas. 

La que tiene la cara con manchas de vino porque saciaron la embriaguez con ella. 

La que dialoga durante horas frente a las pantallas y no recibe lo que el resto.


Yo he hablado con muchas mujeres muertas. 

La que lleva media vida sentada en el miso portal mendigando un beso. 

La que sigue tras las mismas rejas porque la hicieron creer que debía pagar con amor su penitencia. 

La que se tatúa escupitajos por si en medio le susurran un te quiero. 

La que odió a otra porque suponía competencia que las dos llevasen la misma tiara. 

Entonces yo alguna vez también he estado muerta.

La que se cree libre porque dice que al menos no está entre fregonas. 

Entonces lloro porque estas son las más muertas. 


Y es que yo he llorado por muchas mujeres muerta. 

Por las que alguien rechazó por no tener una perla entre las piernas.

Y por las que perdieron un seno en mitad de una batalla. 

Por las que creían que estar encerradas en un castillo era el precio para encontrar un príncipe. 

Por las que obligaron a usar el rosa. 

Por las que tienen las sienes ensangrentadas y sus huesos le aúllan culpa. 

Por las que han tenido que dejar solas a sus sombras. 

Por esas sombras que crecen sin lecho. 


Por todas las que están calladas, grito.

Por las que no volvieron, salgo.  

Por las que no creen tener alas, demuestro que vuelo. 

Para que no se vayan más, escribo. 


 Fotografía: Juanma Morales Álvarez 

Cuenta de fotografía: jmsshtngtravel // https://instagram.com/jmsshtngtravel?igshid=1pirmw2ng80c1


domingo, 11 de octubre de 2020

El pestillo

Desde que le di un muerdo a esa puerta de madera y ando deambulando con tutúes rosas y nubes de algodón le he perdido el miedo a la muerte.

Paso las mañanas desayunando letras y nunca estoy llena, pero al menos ya no estoy vacía.

Y sustituyo mis tintas por perderme entre pestañas y raíles.

Y a veces ni siquiera necesito escribir porque al fin soy yo la que vive de mi poesía.


Me llevo flores los días en los que recuerdo mi funeral. Ni me sale llorar. 

Me limitaba a buscar una cama donde me arropasen sin darme calor, no me fuese agobiar. De repente todo fluye aquí. Y me besan a mis fantasmas y me acarician las tempestades que surgen de los y si. Y a veces tengo miedo pero me dejo llevar. Y apunto a ganar. 


Lo siento pero no pido perdón. Intento ubicar qué echo de menos pero todo está en su lugar. Y tirito cuando me acerco a la puerta porque no me atrevo a mirar, quedan cadáveres allí. No extraño nada, no me sé disculpar.


Claro que conozco las estrellas que me faltan en el cielo de esta ciudad. No son muchas pero las quiero abrazar las mismas noches que ebria rezo a quien fui. A la calavera triste de detrás de la puerta. A los ojitos que habían perdido las ganas de vivir. Menos mal que nunca las de soñar. 

A esas estrellas que me agitaron cuando solo veía pesadillas, seguís aquí.

Aunque ella ya no esté detrás de la puerta porque yo le he perdido el miedo a morir.

Porque ella ha estado mucho tiempo muerta y yo ahora estoy aprendiendo a vivir. 






domingo, 9 de agosto de 2020

La esquina

Te aseguro que lo intento, lo he intentado.

He roído cada cerebro que se me ha presentado en la vida y he tratado de hacer tinta con sienes mediocres y lloraba cuando solo revolvía las tripas de los furtivos enamorados trimestrales y no conciencias que pusieran en marcha planes para llenar estómagos.


El resultado es esta profunda ira con la que me paseo altanera en las bienvenidas. Y cuando me despido. O cuando sienten un desprecio tal por mi persona que embisten lejos. Esas veces, mi niña, me río. Y recuerdo el rincón. El aluvión de injurias que regalaron en cada Epifanía y la mirada pueril con las cuencas negras hasta lo que hoy son unos tacones. Y las ansias por salir a la fuerza del rincón. Sin que nadie te levante porque quiero recordar que mi niña desprecia vuestra ayuda. En busca de las fuerzas porque mi niña siente que no habla. Aunque habla. 

Y ahora que yo ya no hablo porque no siento que me entiendan. 


Y te recuerdo dándote cabezazos para romper ese hormigón y en medio de las derrotas peinándote para que alguien no te pensara rara, por si alguien venía con intención de repetirte lo cómodo que se vive en una esquina y te habla de la suya y del amor y del trabajo y de la Administración; que dice que para él la injusticia es que le cierren los parques y tú, con tu diletante tú, te pones a llorar por la cantidad de pies que no han pisado un parque. Y por los labios sedientos que no saben qué se siente al abrir un grifo y poder beber. Y por las vísceras que aúllan y nadie escucha porque los rugidos de las bestias son tan estrepitosos que enmudecen a los intestinos. 

Entonces tú le gritas que qué es el miedo y te despeinas, y que qué es el miedo y le sollozas, y vuelves a reventar paredes porque nadie se atreve a responderte. O al menos nadie te sacia con su respuesta. 


Si pudiera decirte algo, mi niña, a mi pasado, que es tu presente; te diría que lo intento, te aseguro que lo he intentado. Trataría de explicarte el conflicto homérico que me nace entre mi soberbio desprecio al entorno y la tristeza que me supone repudiar al mismo. Pero de nada serviría. Mi único avance es haberle puesto nombre a lo que padecemos desde el parto y eso te decepcionaría. Me decepciona.

Así que si tuviese la oportunidad de decirle algo a mi niña del pasado, la abrazaría. Y le besaría las heridas de los cabezazos. Y me sentaría en el rincón con ella.

Porque lo más corrosivo que me ha pasado en la vida

es que aún sigo soñando con lo que habrá detrás de la esquina.


domingo, 19 de julio de 2020

La lista de mis miedos

Si tuviese que hacer una lista de mis miedo la titularía: “los días que necesito escribir”.
Son el producto de haber recorrido demasiadas veces las mismas aceras y aún así tener más ganas de andar que de detenerme.
Aunque en el fondo me urja parar y ni siquiera encuentre motivos para seguir merodeando por mi sendero presente.
Fantaseo entonces con un futuro idílico y trato de buscar folios en los que alguien haya escrito lo que yo aún no me atrevo y liberar así la angustia que me ha cobrado el diablo por regalarle mi silencio.

Continuaría la sucesión de pánicos introduciendo a las personas que me dan ganas de escribir.
Quizá la adrenalina que existe en unos versos es que quiera llegar a besarlos aquel a quien se los dedicas. Por eso disfruto alejándome cuando ya he visto demasiado y prefiero relamerme los dedos antes que comer dos veces del mismo plato. Y entonces me señalan, me tachan de cruel, de insensata, de frívola y mi yo soberbia confunde las injurias con la habitual crisálida de sandeces verbales de la mayoría en la que me veo obligada a estar inmersa y acabo dormida en un rincón en el que las voces de repente son una nana y no me pide el ser nada más que sobrevivir.

Claro que me aterra la idea de que confluya un día que necesite escribir con la llegada de alguien que me dé ganas de hacerlo y mi afán por procrastinar mi vida haga que arrugue los folios y me repita que no es mi sitio. Y callo, autócrata,el dolor del desarraigo, soñando con lugares donde deje aflorar mis silencios y donde los muertos ya no me pesen más que los vivos. Y últimamente dudo de que mi sitio sea el que siempre he anhelado y acabo con un nudo en el tallo del que me apetece tirar y acabar con mis pétalos.

Y llegas tú en medio de mi tumulto de prioridades que no son más que un castillo de temores y yo te escupo y de pronto sentiré el llanto. Pero yo nunca lloro. Y me admiras y yo nunca lloro.
Digo que no necesito nada porque en realidad nunca sé qué necesito y que no quiero a nadie porque en realidad nunca sé qué quiero. Ni si quiero. Ni si alguna vez he querido.
Claro que podría atreverme a hacer versos que explicasen lo que son mis mariposas:
“Para mí el amor es tener a alguien con quien llorar a gusto de tal manera que hacerlo solo se convierta en un dolor insoportable”.
Pero todos los días en los que alguien me ha preguntado si quería llorar, yo he respondido siempre que solo era un día en el que necesitaba escribir.



domingo, 24 de mayo de 2020

En tierra de nadie


Cuando la gente se apedrea y la otra gente busca al culpable del inicio de la batalla
y la distinguida gente critica a los tiradores
y aún queda gente que apela a la calma,
yo pienso en las piedras.
Dibujo entonces en mi hemisferio
la trayectoria que las inertes siguen hasta chocar con otro hierático.
Porque apenas encuentro diferencias entre los que lanzan y son lanzados con aquello que arrojan.
Las decoro con un mensaje que se aleje del odio
y que no se esfuerce por gritar sino por creer que aún quedan muchas cosas por decir.

A veces soy un poco piedra en mitad de un tumulto
que busca auxilio sin reconocer sus propios pecados.
A veces me roe la indiferencia
y solo quiero seguir una línea
que no me encasille en ningún lugar donde debiera estar.
Es el precio para aquellos que andan por una patria ajena a sus recuerdos
y ni siquiera anhelan un espacio en el que se encuentren.
Solo prefieren movimiento.
Entonces me amarro a la idea de ser neurótica casi por obligación
y de depositar todos mis esfuerzos en tratar de organizar
la consecución de ideas que vuelan tenues rincón no polarizado de mi memoria.

Al final acaban tirándome de un balcón a otro con intención de ver sangre
y yo solo me imagino futuros en los que ya no estamos.
Porque ya no nos lo merecemos.
El mundo funciona porque los que lloran mirando a su ombligo creyéndole centro del Universo
son consolados por aquellos que han olvidado que ellos también tienen uno.
Y yo solo espero a quien sin dejar de besar el suyo crea que la concordia está en cuidar del mío.

domingo, 3 de mayo de 2020

Rea

No sé decir te quiero.
Me pesa cuando sé que es justo lo que te salvaría,
cuando quizá ni siquiera te percatas de que es justo lo necesitas,
cuando sientes que tú no te quieres y no puedo gritártelo;
cuando tú me lo demuestras amando mi desorden, 
abrazándome cuando he vuelto a destrozar todo y me quiero hacer la impasible, perdonándome aquello por lo que todos me juzgan.

No sé pedir ayuda.
Sé que te preocupa porque has pasado noches en vela
buscando la manera de auxiliarme sin que me sienta débil porque lo hagas.
Has pasado insomnios planeando cómo contactar con mis pupilas fugitivas, 
intentando hacerme amar mi presente para que aleje de mí mis idílicas premoniciones y empiece a perdonarme por mi pasado.
Has combatido en la oscuridad contra mis fiebres pueriles,
has escuchado que gritaba con la boca cerrada,
me has protegido cuando has creído que no era el camino.
Aunque yo pensase que sí lo era.
Y al final nunca terminaba siéndolo.

No sé controlar mis formas.
Y te acercas con unas vísceras que han vivido demasiado y no presumen por ello; 
ni me dan lecciones; ni me culpan; solo se sientan.
Sabes entender mi tempestad cuando ni yo comprendo en qué momento estoy a punto de explotar y es que de repente exploto.
Entonces estás.
Entonces calma.

No sé compartir la vida con alguien.
A veces ni siquiera sé convivir conmigo.
Pero eres la única alma que sabe abrazar mis fantasmas.
Comprender mi idolatría a la soledad,
mis días en los que no me apetece escucharme,
y aquellos en los que echo de menos que alguien lo haga.

Ojalá supiese aprender.
Así como tú has aprendido que te podasen una rosa, no te hacía menos mujer.
Así como tú has aprendido a besarte las heridas cuando más rota estabas.
Así como tú has aprendido a quererte cuando más sola te dejaron.
Así como tú has aprendido que se puede llorar y no por ello no ser fuerte, 
que se puede luchar y no por ello tener que ganar siempre;
que se puede perder y no tener la culpa de tus fracasos.
Y aprender de lo roto, de lo perdido, de lo que se te ha ido.
Así como tú has sabido sacarme a flote aun estando tú hundida, 
a aceptar mis faltas de apego, mis desprecios ante tus preocupaciones.
Así como tú has aprendido a ver la muerte como parte de la vida 
y con ello me has enseñado a vivir. 
No sé decir un te quiero que pueda expresarte 
lo que sé que he aprendido a escribir. 


domingo, 19 de abril de 2020

Indígena

Probablemente tache los primeros versos y arrugue el folio
alejándolo de cualquier lugar en el que esté yo.
Dejándolo a medias.
No me sorprende porque sigo el mismo proceso con las personas
y busco, busca, mi vermiforme yo, hacerlo incluso con los actos.
Es el guión que se ciñe al oleaje de mis sentimientos.
Para evitar reproches adelanto que nunca va a ser mi momento
y que nunca va a ser mi persona;
dejadme entonces arrugarme como ese folio
en cualquier rincón en el que sea imposible imaginar que existo.
Así no existo.
O al menos para el resto, y así respiro.

Porque no hay insistencias por indagar en qué me acoraza,
porque no hay arrebatos buscando entenderme
y yo tratando de elegir una nueva excusa que les sirva
como la dosis explicativa que necesitan.
Lo cierto es que consiste en dar una pizca a esos buitres que desean acabar conmigo,
esos a los que sarcásticamente tengo que dar las gracias:
esfuerzos por que deje de ser yo cuando ni siquiera yo pienso que aún queda algo de mí conmigo;
en dar los trucos para su cura a los huecos y acorazados intentando hacerles sentirse identificados,
aún sin yo tener reflejo;
a los intermitentes que creen haber conocido las claves de mis mareas,
a los que me necesitan demasiado, a los que solo lo hacen cuando nadie les necesita a ellos.

En medio de este barullo abrumador a mis pálidas ganas de ser,
me siento en cualquier esquina lo suficientemente olvidada como para no caer en el mayor de los pecados; el pasado.
Intento corregir mi impaciencia ante el presente y planear cómo dejarme envolver por la cotidianidad humana antes de ser devorada por ella.
Claro que siempre acabo dejándolo culpando a la pereza, a  mis fantasmas o a mi desilusión cuando descubro que lo que me parecía relucir diferente al resto no era sino otro pedrusco.
Porque eso es lo único con lo que me he tropezado, un tumulto de pedruscos creyendo que eran increíbles minerales y no sois más que otra pieza moldeada para encajar sin dar problemas en esa enorme muralla que pisotean los poderosos.

Probablemente mi soberbia agonía te haya producido arcadas llegado a este punto
y quieras parar de leer tanta falta de humanidad justamente ahora.
Adelante.
Entonces lo habré conseguido de nuevo.
Dejarlo a medias para quedarme a solas.

viernes, 27 de marzo de 2020

Rejas

Presupongo mi neurosis como una línea paralela a la monotonía.
Me consta lo raudo que avanzan ambas últimamente, sobre todo desde que me mantengo viva en una celda.
Desde aquí dentro todo ha adquirido un tono cada vez más monocromo y decoro el paso del tiempo con un análisis de recuerdos y estados hipotéticos confluentes que acaban en resaca nocturna, que junto al insomnio y a la ansiedad, tiene como principal síntoma la culpabilidad y el anhelo del pasado.

Observo los gritos de todos los analistas que ansían volver al sitio donde estaban.Sus cuencas negras bajo los luceros, lo rápido que se han evaporado esas primeras risas que les producían todos aquellos que consideraban imprescindibles al inicio de esta condena.

A veces me asomo a la ventana, pero duro pocos segundos. Siempre lo califico como posarme enfrente de un escenario en el que paradójicamente un tumulto de cadáveres salen a que les recuerden que están vivos.
Duro pocos instantes porque la simplicidad siempre ha infundado en mí un sentimiento de tristeza.
Les compadezco.

Algunos llevan demasiadas noches viviendo solos consigo mismos y han empezado a entender por qué hay tanta gente que les odia. Son los mismos que extrañan a unos títeres que les hagan sentir parte de algún sitio.
También están los espejos asesinos. Los que se atreven a someterse a juicio todos los días frente a ellos ya han recortado masa, ya han apagado los focos por no verse relucir las mejillas, las zonas demasiado lisas, las zonas no lo suficientemente voluptuosas.

Conozco a su vez, cientos de peces burbujeando vacío. Intentando creer que son felices ahora que no pueden huir de lo que les rodea, asimilando que estaban tan ocupados en la vida que se les había olvidado el vivir. Conozco millones de becerros que luchan con otras manadas por defender su verdad, protagonizando ese borreguismo social que tanto me abruma.

Pero sobre todo me asustan las mentes ociosas. Son capaces de albergar al demonio en sí y a menudo el cansancio comete más crímenes que la malicia. Es el precio que tiene vivir sumergido en la ignorancia que te propician unas pantallas, unas piernas bonitas que solo te sacian un fin de semana.

He dicho que he oído muchos gritos.
Yo también gritaría si descubriese que solo queda dependencia donde firmé amor, que existe el amor de tu vida pero cambiaste de vida, que puedes necesitar y ya no querer.

He oído en la última quincena demasiados gritos.
Pero si tuviese que abrazar a alguien en medio de esta agonía, elegiría a los que aún estando solos, no echan de menos a nadie.
Porque esos ya no gritan.
Porque esos ya no sienten.


domingo, 15 de marzo de 2020

Tránsito

Escupo con descaro advertencias que alarmen a cualquiera
que se acerque de que yo solo estoy de paso.
Y divido a la audiencia entre los que creen que puede conseguir que permanezca
y aquellos que se desvanecen ante semejante grosería.
Solo sé que ambos bandos acaban por odiarme.

Algunos lo toman como pretexto
para no tener que asumir que no han sido capaces de domarme.
Y otros simplemente se aferran a la idea de que durante algunas tardes
me quedé a observar con ellos el atardecer y que eso ya les hace especiales.
Aunque ellos no mirasen la puesta de sol.
Ni yo les mirase a ellos.

Identifico de lejos a las polillas que ansían un racimo de luz
y me divierto apagando mis ganas justo cuando las suyas efervescen.
Por eso me tachan de frívola.
Claro que siempre lo soluciono desencadenando un sinfín de versos
que creen que les he dedicado y no eran más que
una parte de la función en la que son los títeres.
Y las risas decoran mi hastío.
No hablo de vacíos, de interiores huecos unidos
a pasados sangrientos y espinas clavadas, sino de cansancio.
De aislamiento ante vuestra idílica fachada construida forzosamente
con tal de encontrar unas palmas en las que podáis entrelazar vuestras yemas.

No estoy viva para eso.
Por eso siempre me marcho, por eso nunca soy lo que esperas.
Incluso cuando me llevas mucho buscando.
Incluso cuando crees que llevo mucho quieta.
No es aquí tampoco, por eso me marcho.
Y ahí es cuando empiezan a odiarme todos a los que un día dije que quería.
Cuando derraman furia sobre las cenizas de nuestra hoguera fundida.
Pero cualquiera debería saber que quien juega con fuego
corre el riesgo de acabar abrazado a un clavo ardiendo.
Y normalmente no te duelen las quemaduras hasta que se apagan las chispas.



domingo, 8 de marzo de 2020

Aunque ya no están

Ha perdido la cuenta de las noches que tiene en deuda con la luna.
Es una forma de pagar su condena.
Acariciándose el vientre, se cuestiona el sí.
Quizá si la hubiese dejado vivir menos no estaría ahora muerta.
Pero una vida presa del miedo es el camino hacia la tumba.

Así que optó por carmín.
Por creer que eran sabios todos los que la vanangloriaron por sus senos antes que por sus sesos y pasó su infancia compitiendo porque algún Paris le diese la manzana.
Sin saber que cuando fuese el momento de morderla la nombrarían reina del pecado.
Quizá si le hubiese dicho que no, no le quedarían solo memorias de taconeo.

De calles vacías impregnadas por la fragancia del miedo. De ojalá y tenga suerte. De no volver sola, de dormir tranquila, de ten cuidado vida mía no vayas a ser la próxima. Y lo sería.
De su rojo de carmín inundando un cuerpo, de descampados cementerios de vírgenes, de silencios.
Aunque hubiese gritado. Aunque hubiese peleado. Aunque hubiese quedado viva.
Tampoco la habría creído.

Y le llora la cara otra noche más por haberle dicho a su pequeña sí, aún sabiendo que nadie le  escucharía su no.
Y le tamborea la conciencia un tranquila mamá. Y se achucha su tripa, como si fuese un legado, como si quisiera sacarse sus vísceras, como si supiese un por qué si había vivido poco, un por qué si ya se habían ido demasiadas.
Y apoya su alma junto a la ventana por si alguna madrugada se la traen de entre las calaveras,para decirle que nunca se encontró con ningún monstruo. Y se tortura la que le dio la vida por no poder devolvérsela.

Y decide recorrer esa calle. La del taconeo, la de las súplicas sin respuestas, la de la resistencia al intrépido vuelo descendente de su falda. A recorrerla honrado su memoria, sus alas, sus sueños, su pequeña.
Porque si el aleteo de una mariposa puede originar un tornado, cómo un cadáver no iba a desembocar la revolución.

domingo, 16 de febrero de 2020

Enfrente

No me mires así.
Me estás mirando como todos y tú siempre has odiado a las mayorías.
Parece que quisieras llorarme, pero tú no puedes.
Porque no sabes.
Pero las ganas de correr fuera de este atasco casi te producen un leve sollozo que finalmente
bostezo.

No me mires así.
Me estás mirando como cuando te dicen que por qué te has cansado y aceleras.
Y ya no estás para responder aunque lo hayas pensado.
Tú siempre lo piensas, siempre sabes cuál es el camino aunque nunca tienes ni idea de por cuál quieres tirar.
Porque no quieres. O sí.

O no me mires así.
Me estás mirando como los cadáveres que te imaginaron como un papel predeterminado más en esta función y ahora gritan odios porque no fuiste lo esperaban.
Tú nunca esperas. Siempre has ansiado el futuro y has pasado atardeceres memorizando el interior de absurdas cajas escritas con el fin de vomitarlas para que mañana llegues a donde sueñas.
Y resulta que las puestas de sol han corroído tus minutos y el tiempo te ha acabado diciendo que no vas a rozar el oro por el que  habías luchado y que has perdido vida.

No me mires así.
Es como te mirarían si hablases de tus vértigos, como si te sintieses pena y es justo por lo que tú amas el silencio. Callada no tienes por qué reconocer que estás perdiendo. O que quizá al final no estés tan perdida. Aunque lo pienses. Piensas que mejor silencio. Y lo haces. Tampoco te cuesta hacer lo que piensas más que lo que sientes porque tú nunca has sentido.

No me mires así.
Siento que me miras preguntándote por qué ahora y no sé qué responderte.
No tendrá importancia. Tampoco la tiene la falta de orden en el que se sucede últimamente el entorno y menos valor tiene si quiera que no te parezca encajar en ninguna de las que fueron tus partes. Nunca lo has hecho, a ti siempre te han entrado ganas de ir más allá de lo que le apetece a cualquiera, de indagar más allá de lo que te dan.

No me mires así.
Porque si vas a seguir mirándome así es mejor que te apartes del espejo.

domingo, 19 de enero de 2020

Punto muerto

Empecé a escribir el día que aprendí que había dos tipos de pérdidas.
Corrosivas, aquellas que te acercan un poco más a la muerte.
Necesarias, aquellas que te hacen  crecer un poco más.
Y la única vez que me he dado cuenta que he perdido fue cuando sin despedirme se fueron sus canas.

Y ahora a veces me arrepiento porque me han leído más que escuchado, pero no me gusta la gente.
Viene de mi odio a la vida y de mi afán por ser nómada de todas las esquinas que me han querido a lo largo de mi camino.
No es que no sepa quedarme, es que detesto el agua estancada.
He pasado meses de sequía emocional para olvidar el olor de esos sitios.
De ahí las arcadas y de ahí vomitarme.
La mayoría de ellas sale como una mezcla heterogénea de partículas tan sin sentido que enganchan a cualquiera que pase más de su décima de segundo tratando descifrarlas.
Siempre me he ido.
De llamar hogar a no recordar ni dónde solía estar.
De cuidarlo a romperlo, de arder a soplar.
Nunca me ha importado, siempre se me ha dado bien llorar sola.
Eso las veces que decidía que era un buen momento para diluviarme.
Casi nadie ha sabido erizarme la piel y en pocas cuencas dejo mis pupilas.
Descubrí la calma cuando me di cuenta que tenía que vivir sabiendo que todo iba a acabarse.
Porque se acaba.
Pero yo mientras vivo.

Me ha hecho fuerte. El saber cuándo decirme basta y el saber medir lo que valgo. Y de lo que carezco.
El ronroneo de mis sienes me bloquea, me hace difícil, a veces me apetece ser hálito.
He gritado mis insuficiencias y cuando tenía todo a favor, me han pedido que por favor, espere. Tengo poca paciencia.
Podría romper un reloj de arena antes de que se consumiese un minuto.
En esos momentos siempre me acuerdo.

De las veces que aún dándolo todo no ha servido de nada,
de las otras que no di nada y me valoraron por encima de todo.
He conocido el fracaso.
Sé lo que es caminar por el borde de una acera,
vértigo lento, buscar la adrelina solo para que algo te haga cosquillas;
intentando no perder el equilibrio.
Pero lo pierdes.
Pero es que de solo existen dos tipos de pérdidas.
Y desde que me he tomado todas como necesarias, escribo.






domingo, 12 de enero de 2020

Vanos

He crecido desde el rincón más oscuro de una habitación en movimiento.
Su giro asiduo ha hecho que algunos años se escondiese aún mejor mi esquina.
Esas veces me rodeaba un charco.
Solía tener los ojos cansados y las mejillas mojadas.
Apenas nadie lo sabe.
Tampoco me lo han preguntado,
y casi con total seguridad de haberlo hecho yo tampoco habría respondido.

He soñado desde que decidí sentarme ahí con abrir la puerta.
Pasé muchas noches, ahora pienso que quizá demasiadas, preguntándome cómo hacerlo.
La frustración por romper esa madera me llevó al desasosiego.
Y ahora he hecho del caos mi zona de confort
y cualquier hálito de tranquilidad me hace meterme en mi caparazón.
Recibí con el transcurso del sol a muchos invitados
que abrían la puerta y la cerraban seguidamente para quedarse
e intentar curar lo que ellos han catalogado como mi demencia.
Intentaban acercarse y debo mil disculpas;
tratar de permanecer conmigo es justamente lo que no le desearía a nadie nunca.
Criticaban mis bostezos y mi apatía por el ensordecedor sonido de sus latidos.
¿No veían que yo solo quería acabar con esa puerta?

Ante mi hieratismo emocional, acababan en añicos.
A veces me arrojaban piedras antes de irse.
Otra veces siguen intentado hacerlo.
Mi falta de interés por todos y mi mucho quererme
me hace pensar que solo las tiraban por si reaccionaba.
No he respondido a ninguna, incluso cuando habéis creído que lo hacía.

Pero reconozco que todos esas entradas sin estímulo
me hicieron sombra del miedo, una fragancia del vacío.
Cada vez era más pequeña en ese ángulo.
El monstruo del pasado y los fantasmas del futuro me producían sudores.
Insomnio.
Faltas de ser.
Luchas contra demonios que me hacían sentir inútil
al haber permitido la invasión de mi espacio.
Rumiante de recuerdos, cuando había olvidado que quería abrir la puerta;
vi que durante años siempre había tenido abiertas las ventanas.