y no tener la obligación de caminar por un mundo
que rezuma rutina, simplicidad y desvergüenza.
Y a veces me pellizco los recuerdos de los que nunca hablo,
a ver si consigo lloverme un poco.
Y cuando descubro que no sé romper el llanto, escribo.
A menudo son líneas fúnebres
que no iluminarían ningún corazón;
por eso últimamente desisto
y acabo llamando a la única persona que si grito
sabría que lo que necesito es que me traigan semillas de girasol.
Luego pienso si me merece la pena
este roído cerebro con el que me visto,
que aunque lo endiose
me produce más frustraciones que tesoros.
Y envidio a las personas
que encuentran el amor rompiendo margaritas.
Tú sabes que no.
Que lo tuyo es pelearte contigo,
soñar con los “y después”,
ilusionarte cuando cada cierto crepúsculo
consigues encontrar unas sienes brillantes a las que devorar
y aburrirte de una primavera
antes de que florezcan los cerezos.
Pero entonces todo el mundo besa flores
y esas noches te gustaría de nuevo
ser parte de lo oscuro.
Y un día introducen tu caos en sus rutinas,
te abrazan aceptando que a ti no te gustan los cerezos,
encajan tu dicotomía en sus vidas
y no te da miedo que te diga te quiero alguien
que no seas tú misma.
Y piensas que has escrito muchos poemas
pero que nunca te has dedicado a ti uno
y entonces, por un instante, lo entiendes.
La vida es rodearte de voces que te animen a dedicarte tus propios versos. Y yo al fin me siento viva.