domingo, 27 de octubre de 2019

Nudo

Las únicas derrotas en las que he llorado en mi vida
son aquellas en las que luchaba contra mí misma.
Aquellas en las que descubría que cada vez quedaba menos de mí en mí
y buscaba desesperada el porqué opté algún día
por dar trocitos de quien era a cada alma vacía que ansiaba un poco de fuego.
Claro que nunca caí en la cuenta de que el problema de las hienas
es que por más cadáveres que coman, siempre seguirán teniendo hambre.
Y no es culpa de que la comida sea insuficiente,
sino de que conviven con un vacío tan inmenso que nada es capaz de completarles.

La forma más trágica en la que he querido es dejando de hacerlo a mí misma.
Devaluando mis capacidades, dejándome someter por la mayoría,
viviendo expuesta a los juicios del resto, intentando regresar a quien fui
en vez de aceptar en quien me he convertido.
Rodeándome de almas genocidas que oscurecen la mía,
permitiéndome ser una opción de los múltiples caminos de alguien,
justificando mi indiferencia con mi falta de calor visceral.

Lo que he aprendido viene todo de las veces en las que me he descosido.
Aquellas en las que he dejado entrar polvo a mi perla,
en las que me he encerrado en lo que verseaba,
en las que he sufrido sequedad literaria,
en las que he descubierto que no sé querer porque nunca me han querido,
en las que he sido yo y justamente por eso han intentando remarme contracorriente.

Todo me lleva siempre a la rápida estrategia de acabar con mi partida.
Pero las veces en las que he tocado más de cerca la muerte,
son las únicas en las que he echado de menos el estar viva.